Artistas: Silvana Lacarra, Cristina Schiavi y Ariel Mora
Dónde: Casa de la Cultura-FNA
Título: Filiaciones «La suerte del aire»
Fechas: 7 de marzo al 15 de abril 2014
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Texto
“Allí donde un hombre sueña, nace y se dilata el espacio”
(Hugo Mujica)
Una casa vacía, de paredes blancas y ventanas colmadas de luz. Y agapantos -también blancos- resplandeciendo en los jardines. En esta casa de agapantos blancos, bailan ahora prismas de fórmica. Y reverberan los espejos, tiñendo de una luz cálida y coloreada el aire alrededor de las siluetas. Convencida de que el arte es también, entre otras cosas, un diálogo amoroso con el otro –y lo otro, lo desconocido- Silvana Lacarra invitó a Cristina Schiavi y Ariel Mora a aventurarse en esa vertiginosa incertidumbre que es siempre el trabajo compartido. A tomar -despacio- el espacio con sus obras y dejar que ellas actúen. Y una charla cálida, cita en el corazón de otra casa, entre mates y risas una tarde de verano, se trasladó a los pisos, a las ventanas y los techos: y el diálogo de palabras trasmutó en un diálogo de objetos, de colores, de vacíos.
Dejar las paredes blancas fue una de las pocas premisas que, a priori, se propusieron los artistas. La pared blanca –pared-en blanco- nos aleja del ideal de museo o galería y nos devuelve a la casa, al ejercicio de habitarla. Es difícil para un artista sustraerse al refugio que la pared propone. Pero el desafío está en el espacio y las obras, como pequeños gestos, dan entonces su salto al vacío. Irrumpen en el aire, aunque no sea -como en las columnas de Mora- más que con la ilusión de una materia que no existe. Los objetos en el espacio nos conectan con nuestros propios cuerpos en el espacio. Espectadores y obras pisamos el mismo suelo. Somos acariciados por la misma luz, proyectamos las mismas sombras. Así las obras irrumpen en el aire y nosotros irrumpimos en las obras. No yacen inertes, no son fósiles. Las obras reflejan luces; circunscriben espacios; abren caminos. Entre acuerdos y desavenencias, conviven.
La casa se vuelve una gran obra, y el aire es una suerte de lienzo enorme y sin materia en el cual los tres artistas imprimen sus diversos gestos. Sus preguntas. Sus incertidumbres. Reptan por el suelo los volúmenes de Lacarra y cortan el aire con su ascetismo y sus bordes filosos. Y los planos de Schiavi le ejercen un contrapunto preciso: al mutismo existencial de la fórmica –prisma arrojado al vacío de la existencia- ofrecen un irónico silencio de colores; de círculos y elipses lisérgicas; de superficies suaves y pinceladas casi imperceptibles, cuyo rastro sin embargo encontramos cuando nos acercamos a las obras. La calidez de la madera pintada nos devuelve a la palabra hogar como una ola, pero las figuras son frías, mentales, minuciosas. Si el tono de las obras contrapone a ambas artistas, las toma por igual la agudeza de sus formas.
Oscilando entre la ilusión y la certeza, cruzan el aire las columnas y vidrios de Ariel Mora. En ellos la materia es un fantasma y la existencia una apariencia inaprensible que juega todo el tiempo a señalar límites visuales, que el cuerpo –reducido, en nuestra cultura de pantallas y panópticos, a mera colonia sensorial del sentido omnipotente de la vista- podría desmentir –pero no lo hará- con sólo intentar atravesarlos. El aire enmascarado blinda los objetos y confunde los caminos, mientras algunos espejos nos sorprenden en lo bajo, reflejando junto con las obras, los pies de aquellos que recorren las salas; vienen por un momento los pies a nuestra cabeza y deja Mora otra vez en evidencia las infinitas posibilidades del espacio y nuestras posibilidades –finitas- de aprehenderlo.
Si la casa es ese refugio del ensueño –como dice Bachelard- en el que construimos nuestra intimidad y nos protegemos de la intemperie, en esta casa de agapantos blancos la intimidad se construye de intemperies. Un rollo de fórmica se despliega de forma incontrolable enseñando la protohistoria de las obras, rigurosamente elaboradas, de Silvana Lacarra, mientras los planos de Schiavi muestran su revés –sin forma ni color- con desenfado, alejados de las paredes que podrían ocultarlos. Al igual que sus vidrios, las columnas de Ariel Mora condensan en su propia condición evanescente su anverso y su reverso, mientras espejos-que-no-son-espejos- se construyen a sí mismos de transparencias, de veladuras generadas en la confrontación con otras obras.
Como en una milenaria tinta china, en estas salas cada pieza se ha convertido en una forma sutil de señalar el vacío que las contiene; en acentos orgánicos y móviles por los que la casa respira. De entre las muchas posibilidades de establecer filiaciones, estos artistas –y estas obras- han elegido hermanarse; expandirse en resonancia mutua; bosquejar una hipótesis conjunta de aquello que llamamos espacio. Hipótesis abierta, que irá aprendiendo de sí misma a medida que la muestra transcurra y los artistas, casi de forma subrepticia, modifiquen la ubicación inicial de cada obra. A tientas; guiados por la intuición y carentes del abrigo de cálculos precisos; a la intemperie se han aventurado. A tender estas obras como un puente entre el espacio imaginado y lo que nuestros cuerpos, al entrar a las salas, habrán de percibir.
Julia Villaro
Links:
Silvana Lacarra
Cristina Schiavi
Ariel Mora
Casa de la cultura – Fondo Nacional de las Artes