Artista: Trulalala dueto (Claudia del Río y Carlos Herrera)
Título: Salón fumador
Dónde: Diego Obligado Galería de arte
Fechas: 10 de mayo al 29 de junio 2019
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La prueba de que la economía industrial argentina tiene una especie de existencia nos la da el hecho de que está deprimida, como vos y como yo. Nuestra validez histórica anida en la depresión, la impotencia es el tópico de moda para la crítica cultural porque alguien la identifica como el rasgo más saliente del hoy afectivo, un zircón malformado en el presente político.
Decimos que la ciudad fue conquistada porque sentimos que ya no es nuestra, pero ¿quiénes somos nosotros? ¿cuándo fue nuestra la ciudad? No somos precisamente pobres, no estamos precisamente locos.
Hay una identidad, sugiere Salón Fumador, que se aferra de manera precaria a un par de carteles de chapa que van camino a desaparecer. Las cosas que se mueren en la ciudad, que ya no pueden multiplicarse porque es la realidad misma la que lo impide, vuelven, gracias a nuestro idioma, como una aurora que se le escapó al tiempo. A vece sí entre la locura (por qué negarlo) y a veces, quizá, también entre la pobreza, nuestra inocencia desgraciada se tornasola entre el marrón, el verde noche y el carmín: lo que queda en nosotros de la ciudad puede tomar formas hermosas.
El fantasma no tiene presencia en sí, es un reflejo traumático de lo que dejó de existir o, en lecturas más místicas, de lo que todavía no es. El humo entra en nuestros cuerpos como ese espectro; imita la forma coralina de los pulmones, nos posee por un segundo y nos abandona: el humo es el presente, un fantasma que se lleva una parte de nosotros. Los carteles, las cortinas y los ceniceros son la reliquia autónoma que le devuelve materialidad al fantasma fuera del tiempo, y nosotros en el salón fumador, dejando ahí una brizna de vida, le devolvemos un filo espacial al pasado.
Trulalalá —un dueto productivo que va camino a cumplir quince años— se mueve, entonces, en un circuito vectorial limitado entre el tiempo y la identidad. Un tiempo de flujo convulso, que se encarama sobre sí mismo, se enriza y se descompone pero nunca alcanza a romperse y, por eso mismo, nos tortura. La identidad con la que negocia es un lenguaje común, una serie de visiones compartidas por los que formamos parte del detrito que fue derrotado en la conquista de la ciudad, aunque no estemos todos enteramente locos ni seamos todos enteramente pobres. Nuestra identidad se reescribe una y otra vez sobre un paisaje de persianas cerradas, de cuadras que se hacen mucho más largas los días de lluvia; se habla desde afuera de las cosas pero estando —de algún modo tan raro como la existencia— adentro de todo.
Quizás haya una manera de proponer una temporalidad alternativa en la que nuestro idioma se imponga sobre la sustancia deprimida del presente. Quizás haya una posibilidad continuamente abierta para inyectarle oxitocina al canal del tiempo y que mil formas imposibles nazcan para reconquistar la ciudad. Imposible saberlo, pero nuestra validez histórica anida también en esta lengua de humo y colores que nunca vamos a dejar de hablar.
Alejo Ponce de León
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